A los locos hay que tratarlos con cariño [Keith/Cairbre] [R-18]

Viendo el desastre delante de él, Cairbre más o menos cree entender lo que pasa.

Keith está en el suelo, inconsciente, todavía vestido con la ropa que tenía al despedirse de él menos de media hora atrás. Arrodillado a su lado, está Gustav, que lo mira con lágrimas corriéndole por las mejillas: tiene la ropa removida, el pelo revuelto y los labios hinchados, por no hablar de los chupetones en su cuello. Cairbre supone que sollozaba antes de que él entrase.

Kuroi, a su lado, no tiene camisa; su expresión es grave y algo asustada cuando lo mira. Mantiene una mano en el hombro de Gustav: tiene moretones en sus hombros; su pelo (normalmente tan ordenado) está revuelto en todas direcciones, los labios hinchados.

Si acaso, el menos obvio es Danilo: aparte de no tener camisa y estar un poco más despeinado de lo normal no exhibe señas de lo que seguramente hacían cuando Keith entró al departamento; Cairbre supone que es porque, de todos, a Danilo es a quien más le gusta marcar. Su expresión es principalmente sorprendida, aunque se le puede ver un leve rictus de preocupación entre las cejas.

Cairbre da dos pasos dentro, cerrando la puerta detrás de él. En ese momento, dos cosas distintas ocurren: Danilo levanta las manos con las palmas hacia adelante, luciendo culpable y suplicante; Kuroi da un paso adelante, medio ocultando a Gustav tras él. Un momento después Gustav está encima de Cairbre, sollozando sobre su camisa.

Cairbre le da una palmada en la espalda, para calmarlo. Kuroi, a su lado, parece francamente incómodo… Tal vez sea por la situación en general: los tres medio desnudos y Gustav sollozando encima de él como si no hubiese mañana. O tal vez tenga que ver con el metro noventa y dos de Keith (de su novio) tirado en el suelo como un costal inerte.

Gustav solloza, temblando y balbuceando porque no sabe qué hacer ahora. Keith quiere dañar a sus novios y él no quiere que lo haga y ya trató de hablar con él y no escucha, no va a escucharlo; Gustav no puede dejar que lo haga, pero no quiere lastimarlo, ni quiere que alguien más lo lastime…

Cairbre asiente. Desde el otro lado de la habitación, Danilo le da una mirada un poco culpable antes de cuadrar los hombros para justificarse: sí, había sido él el que lo había dejado inconsciente, pero sólo porque el hermano de Gustav apuntaba con un arma a Kuroi. A él ya le había disparado, pero Danilo era más resistente que eso: su músculo se había endurecido y la bala sólo había perforado parte de la piel. Kuroi no habría tenido tanta suerte: había hecho lo que tenía que hacer y no se arrepentía.

Gustav tiembla al recordarlo: su hermano estaba a punto de dispararle a Kuroi sin que le importase lo que él tenía que decir al respecto. Le había disparado a Danilo y Danilo sangraba (Oh no, oh Dios oh Dios, oh Dios).

Nunca había tenido tanto miedo: su hermano jamás lo lastimaría, pero por él iba a lastimar a Kuroi y a Danilo.

Gustav tiembla. No ha dejado de temblar desde el principio, pero su cuerpo definitivamente se sacude con más fuerza ante los recuerdos. Sus dedos se aferran a la camisa de Cairbre, a los pliegues de su abrigo y suplica. Su boca murmura por favor y a Cairbre le irrita un poco que todo eso haya ocurrido ese día. Se suponía que iba a pasarse el día divirtiéndose con Keith, no deteniéndolo de otra de sus locuras.

Por un momento, sopesa la idea de una bala en el cerebro de Kuroi: Danilo va a estar enojado y triste; Gustav no va a dejar de llorar en un año al menos y Keith va a estar aplastado por la culpa.

Cairbre acaricia la cabeza de Gustav.

—Me ocuparé de él.

Los ojos azules de Gustav se alzan hacia él. Están llenos de culpa (porque Gustav sabe que es el primer día completo que tendría con Keith en meses), pero también de pura desesperación.

Los otros dos lo miran con sorpresa. Danilo parece a punto de protestar, pero él lo corta con un ademán de la mano. Aun así, Danilo se queda inquieto, mordiéndose el labio y mirándolo de reojo. Cairbre concluye que el arrebato fue más violento de lo normal: Keith ha asustado a Danilo, le ha asustado lo suficiente para que de hecho tema (o le preocupe, al menos) dejarlo solo con él.

Cairbre suelta a Gustav. El más pequeño de los hermanos Correll ajusta sus prendas en silencio, dejando que sus novios hagan lo mismo con las propias. Echa una última mirada sobre su hombro para ver a Cairbre levantar a Keith en brazos para llevarlo a su habitación.

A Kuroi le agrada Keith. 

Es decir, no están en los mejores términos en ese preciso momento, pero normalmente le agrada bastante: se llevan bien. Quizás es por eso que no puede evitar una especie de sensación de pesar cuando ve a Cairbre (el sujeto más espeluznante que ha visto jamás) llevándoselo. Venga, que es un buen tipo cuando no le está apuntando con un arma. No le desea… mal, ni nada.

Sin embargo, no dice nada. Sería estúpido: Gustav es la supuesta víctima y a Danilo no lo dañan las balas; quien está en peligro es él, quien tendrá una bala en la cabeza si Keith no se calma es él.

Tiene que… Dejar que las cosas pasen. Así que se retira, mirándose de reojo con Danilo y pasando un brazo por encima de los hombros de Gustav, intentando no imaginarse lo que le hará.

No significa que no se sienta algo mal por él.

—/////—/////—

Cairbre aprendió hace muchísimo tiempo que es incapaz de querer a las personas. Simplemente se escapa de sus manos, fuera por completo de su entendimiento: es completamente incapaz de sonrisas corteses o saludos casuales. La idea de prodigar simpatía y atención a todos los extraños es algo tan ilógico y sin forma que no es extraño que frunza el entrecejo al ver a alguien más haciéndolo.

¿Cómo pueden? Cairbre no sabe. Simplemente decidió, mucho tiempo atrás también, que no le interesa saber. No le interesa querer a nadie.

Amar es una historia completamente diferente.

Cairbre ama personas. Es lo único que sabe hacer: estar ahí para alguien; dar tu brazo derecho y pulmón izquierdo, dar tu vida. Cairbre sabe de correr por la selva con alguien en la espalda, de saltar riscos y nadar lagos y de curar heridas a la luz trémula de una llama, sabe de compartir comida e historias alrededor de una linterna y sabe de dormir por turnos a la luz de la luna. Sabe de la presión asfixiante en el pecho al pensar siquiera en perder a alguien. Sabe de familia escogida, de lazos de hierro bañados con sangre.

Luego está Keith.

Lo que siente por él es diferente: más que dar su brazo derecho por él, arrancaría de tajo el suelo que pisa para tener todo de él, para poder besarlo lento y contento, como a todo lo de él. No puede evitar querer complacerlo y hacerlo feliz, no puede evitar actuar para ello y que no le importe en lo más mínimo lo que ocurra antes, o después. Más que amarlo, Cairbre lo adora. No puede pensar en nada que se le compare, en nada que hubiese sentido antes. Sabe (porque es una certeza) que la mayoría de las personas jamás sentirá eso por otra persona: es un sentimiento reservado para los dioses.

En resumidas cuentas Keith, inadvertidamente, se convirtió en su dios.

Es una realidad fácil de aceptar, al menos para él. Cairbre no siente miedo de ella y no entiende por qué (Matt cree que) debería. Él, cuando menos, tiene un dios con el que puede hablar y razonar, un dios que puede complacerlo, un dios que él sabe es francamente benévolo y lo ama de vuelta.

Un dios al que puede (y debe) decirle cuando se equivoca.

Aunque a veces tenga que… Explicarlo de forma poco convencional.

Cairbre decide sonreírse un poco. Porque la forma no convencional es… Divertida en ocasiones. Porque aunque fuese a gastarse todos sus recursos en algo insulso como distraerlo, se proponía disfrutarlo menos.

Eso piensa mientras le quita toda la ropa.

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Keith está enojado.

No. Enojado es decir muy (demasiado) poco. Está furioso.

Aplica más fuerza, tirando de los grilletes en sus muñecas.

Grilletes. Grilletes gruesos que uno no pensaría en encontrar fuera de un museo de la época medieval. Sin embargo, a diferencia de los que hallaría en un museo, estos son fuertes, igual que las cadenas: Keith no está seguro de qué material sea, pero definitivamente es muy difícil de romper.

Concluye, mirando al techo, que Cairbre lo ha pensado muy bien: si hubiese usado sólo las esposas que usaba normalmente ya las habría roto y escapado.

Tira una vez más, frustrado, apretando los dientes: esta vez Cairbre tiene que reconocer que él tiene razón. Lo único que se merece el par de malditos es que les saque las tripas con un cortaúñas.

Sin embargo, Keith intenta (de verdad intenta) entender que Cairbre no lo vea del mismo modo. Incluso ha tratado de negociar: castrarlos a balazos; una medida justa y razonable.

Pero claro, Cairbre es completamente intransigente. Como siempre. Como cada vez que se le mete algo en la cabeza. Especialmente en lo que concierne a Gustav: Cairbre definitivamente no oye de razones en lo que concierne a Gustav.

(Una ceja arena se enarcaría al escuchar eso: ¿él? ¿Enserio? ¿Él era irracional?)

— ¿Por qué crees que estás encadenado?

La voz interrumpe sus pensamientos y Keith chasquea la lengua, pensando en lo que le haría si tuviese su arma en la mano: porque, claro, cuando no es tu hermano al que dos malditos han mancillado todo es muy sencillo. Alza su cuello para comentárselo; sin embargo, algo le corta la respiración.

Cairbre está desnudo.

Keith no alcanza a ver todo su cuerpo desde ahí, pero puede ver que, al menos hasta la línea de la pelvis, no hay absolutamente nada.

La visión lo saca de balance. Keith sabe que es estúpido que lo haga, porque él definitivamente ha visto a Cairbre desnudo lo suficiente… Lo suficiente para ser inmune al menos. Sin embargo, la exposición ha tenido justo el efecto contrario: los músculos firmes cubiertos de piel pálida salpicada de vello rubio ahora traen, más que imágenes, recuerdos. Porque Keith sabe (oh, sí que sabe) lo que ese cuerpo puede hacer, lo que puede hacerle, especialmente mientras él está encadenado y el otro libre por la habitación.

La boca se le seca. Sin embargo, Keith pelea por concentrarse: no se trata de él, ni de Cairbre, ni de sexo. Se trata de…

Un objeto corta el aire, el ruido enviando un escalofrío por su espina dorsal.

Keith alza el rostro para ver a su novio probar una vara entre sus dedos. El objeto es, cree él, de madera de abedul. Keith sabe que ese sonido leve no tiene nada que ver con la sensación sobre la piel: cada golpe pica y arde, y lo hace durante mucho, muchísimo rato. Además, Keith sabe que se paseará por su piel después de cada golpe, redoblando el picor, haciéndolo estremecerse.

La boca se le seca. Porque, repentinamente, las memorias de su cuerpo son demasiado claras. Un estremecimiento desciende por su espina dorsal, directo a su entrepierna. La mirada seria estudia la vara un poco más, sin ponerle atención en realidad, da dos pasos más y Keith ve que en definitiva está desnudo. Siente la boca tan seca que no está seguro de si podrá separarla para hablar.

La vara corta el aire una vez más, para estrellarse en una de las patas de la cama, junto a sus pies.

Involuntariamente, sus dedos se curvan sobre el colchón. Su cuerpo llenándose de anticipación tan deprisa que puede sentir su miembro despertar. Repentinamente Keith está demasiado consciente de que Cairbre está tan desnudo como él.

Es muy, muy difícil pensar, ni qué decir hablar, en esas condiciones. Es tremendamente difícil mantenerse enfadado cuando apenas puede recordar su nombre.

Vara en mano, su amante fija los ojos en él: los ojos fríos y duros de un amo a punto de castigar a su esclavo y Keith siente que un escalofrío lo recorre hasta los pies.

—Estás encadenado… —Cairbre da un par de pasos más en su dirección, dejándole a Keith una perfecta vista de su cuerpo— porque actúas como un loco.

Frunce el ceño, recordando repentinamente que, lo que parece una vida atrás, su novio le ha hecho una pregunta retórica. Su novio no lo ha encadenado para jugar con él, lo ha encadenado para proteger a un par de malditos que ha ensuciado a su hermano.

La pose de Cairbre no se altera en lo más mínimo ante su cambio de estado de ánimo. Sus ojos lo recorren con algo parecido al aburrimiento, deteniéndose sin pudor en su miembro erecto.

Keith intenta (con todas sus fuerzas, de verdad), no mirarlo. Sin embargo, es difícil: Cairbre es bastante alto, casi tanto como él, y su figura simplemente domina la habitación. Keith intenta convencerse (sin demasiado éxito) de que es eso y no el deseo lo que hace que le cueste tanto (tantísimo) trabajo apartar la vista. Al final, decide apretar fuertemente sus ojos mientras sus brazos siguen tirando de las cadenas (sin éxito).

(Cairbre mira su gesto con algo parecido a la diversión. ¿Ahora no quiere verlo?

Pues bien, le ahorrará el esfuerzo)

Keith escucha abrirse una de las cómodas de su habitación y frunce el ceño tratando de adivinar cuál será. Sin embargo, no tiene que esperar mucho para saberlo: siente los dedos de su amante alzar su cabeza y un tacto conocido rozarle la cara antes de presionar con fuerza: su venda favorita. Keith frunce el ceño un poco más profundamente, tirando de las cadenas en las piernas.

Aunque ciego, Keith todavía puede oír la vara cortar el aire. Todavía puede sentir los escalofríos de anticipación en su piel. Sin embargo, la vara se detiene a sólo centímetros de los vellos: Keith la siente rozarlo de a pocos, moviéndose por su cuello en círculos.

—Hay que domar a los locos —la voz de Cairbre es seria y firme, aunque casi demasiado neutral.

La vara se echa hacia atrás, dando un potente golpe en su hombro. Keith se queja un poco, sorprendido. Por unos momentos la vara se queda quieta y Keith no tiene ningún problema en imaginarse a Cairbre completamente serio, viendo su piel enrojecida por el impacto.

—Hay que cuidarlos, también.

La punta de la vara desciende desde su hombro hasta su costado, casi haciéndolo saltar. Keith trata de procesar sus palabras (¿cuidar?) cuando la vara, describiendo amplios círculos, alcanza su miembro.

El mayor de los Correll se tensa, conteniendo el aliento. Los escalofríos se multiplican por su cuerpo mientras el material fino roza en pequeños círculos su miembro, a esas alturas, completamente erecto. Aún tras la venda, los ojos se le cierran, y tiene que apretar los puños y morderse la lengua para no gemir. Cada parte donde ha tocado le pica, casi quemándole, y la sensación en su miembro es estremecedora: ligera, insuficiente, casi como si lo rozase por encima de la ropa.

Keith suda, mordiéndose la lengua con más fuerza cuando el cuerpo ajeno se inclina sobre el suyo. Los cuerpos desnudos se rozan, siseando. El aliento caliente baña su oreja antes de que su novio susurre las palabras que no podrá sacar de su cabeza al recordar esa jornada.

A los locos hay que tratarlos con cariño.

Al momento siguiente los dedos se cierran en torno a su miembro y Keith deja de pensar.

En el futuro, Keith deseará poder decirse que tuvo una justificación para perder el control. Deseará poder decirse (sólo a sí mismo, porque decírselo a cualquier otro está fuera de toda discusión) que Cairbre lo masturbó con fuerza y que lo vio todo blanco y que, por eso, perdió por completo la capacidad para pensar.

La realidad, ahora, es muy distinta.

El torso de Cairbre se separa del suyo mientras los dedos ajenos sujetan su miembro casi sin presionar, moviéndose lenta y cadenciosamente por el tronco, apretando apenas la punta. La vara vuelve a picar su clavícula, la punta moviéndose en círculos lentos por su cuello y por cualquier punto sensible que pueda encontrar sin interrumpir las caricias en su miembro. Keith siente que todo el cuerpo se le eriza, sus dientes presionando su lengua con tanta fuerza que logra hacerla sangrar. Las manos ajenas exploran hasta la base y Keith empuja hacia arriba, pidiendo más.

Una parte de él suplica. Keith sólo espera, por algún motivo, que esa parte de él no encuentre la fuerza para hablar.

No hace falta. Los dedos aprietan la base con más fuerza sacándole un gemido. Keith siente los dedos presionar sus testículos y descender por la línea, hacia su entrada. Alza la cadera sin pensar, facilitándole el trabajo. Un poco demasiado desesperado y un poco demasiado necesitado. La vara desciende por sus piernas y los cuatro dedos rozan sus testículos y la base de su miembro mientras el pulgar presiona contra la entrada. Sólo tocando, sin entrar, sacándole un quejido de frustración.

La presión continúa. Los dedos abandonan a la vara a su suerte para moverse por todo su miembro. Aun así, los dedos no lo penetran: se queda ahí, tocando sin entrar, como si no supiera que lo desea, que lo necesita, como si el movimiento de sus caderas no sirviera de suficiente señal.

— [Por favor…]

Oye, o cree oír, un pequeño ruido aprobatorio. Al momento siguiente los dedos lo abandonan, pero sólo por un momento. Oye un pequeño ruido (¿un frasco abriéndose?) y siente un aroma cítrico llenándole la nariz. Gracias al cielo, la presión regresa al momento siguiente: húmeda (lista para entrar) y extrañamente caliente… Un poco demasiado caliente…

Aun así, cuando el primer dedo ensaya su entrada, Keith lo atrae hacia adentro.

Suspira con levedad: Dios, como extrañaba eso. La presión humedeciendo su interior, tanteando sin fuerza, humedeciendo. Un poco demasiado caliente, casi picante… Salta cuando el dedo toca donde debe, y quiere maldecir porque él parece determinado a tocar cualquier cosa que no sea eso. Quiere maldecir porque está provocándolo a propósito y Keith detesta (o al menos desea detestar) cuando lo hace.

Ah, maldita sea…

La vara se estrella contra su piel: pica y arde, simplemente demasiado para su propio bien. El dedo se curva dentro de él y su cuerpo se mueve por su cuenta, curvándose.

Está a punto de ponerse a llorar.

— [Tu lenguaje] —dice él, y Keith tiene que morderse el labio para no volver a maldecirlo.

Adivina una levísima sonrisa en su rostro y quiere maldecirlo otra vez, pero un segundo dedo se mete y no hay nada más que eso: el tacto del cuerpo ajeno encima del suyo, la sensación de sus dedos entrando y saliendo de su entrada lento, caliente y demasiado lento y Dios mío ¿por qué?

El ritmo aumenta un poco, sólo un poco más. Keith deja salir un suspiro ahogado, necesitado: los ojos fuertemente apretados y el ceño fruncido. Respira hondo. Paciencia, dice él, pero Keith no puede: el calor en su entrada es excesivo, el olor cítrico casi siniestro. Keith tiene todos los músculos del cuerpo tensos, esperando para buscar más.

Estar drogado y con fiebre debe sentirse un poco así.

Cairbre lo goza, claro. Keith puede adivinar la sonrisa complacida de su rostro, su vena sádica torturándolo a no poder más: le gusta desesperarlo y ni siquiera le importará quedarse con una erección por verlo deshacerse así…

No, por favor, por favor…

Necesita más. Mucho más y él parece decidido a dejarlo así de deshecho: sudado y gimoteando contra sus dedos como un adolescente.

Dios, ¿por qué?

Keith siente que los dedos lo abandonan. Siente que sus piernas se elevan un poco más. Sus tobillos resienten los grilletes, pero su amante tira de él hasta sujetar sus rodillas contra sus costillas. Sus manos descienden por sus piernas mientras su aliento caliente hierve sobre su pelvis y…

Cairbre lo deja caer.

Hasta el fondo. Caliente. Duro. Tan caliente. El maldito siempre tiene esa maldita puntería perfecta y Dios

Su garganta se abre en un ruido sordo y él cierra la boca, lamiéndose los labios, sin recordar del todo bien cómo se llama.

Las manos ajenas no dejan de moverse.

Lento. Sutil. Trazando el camino de sus muslos hasta su pecho y dejando más de ese extraño calor que palpita en su entrada llena. Keith siente que se curva contra el contacto, su cuerpo demasiado tenso, demasiado a la expectativa… Su piel pica. Hormiguea y quema. Toda su piel. El aroma extrañamente cítrico llenándolo todo. Todo.

Todo.

Las manos se instalan en sus hombros, apretando un par de veces antes de moverse.

Tan fuerte. Tan caliente. El ligero escozor, dolor, mezclado con placer. Y calor. Demasiado calor. Cada embestida un golpe directo a ese punto, mandando electricidad desde su interior hasta las puntas de sus dedos. Cierra los dedos, siseando, suplicando

Definitivamente está suplicando.

El cuerpo ajeno se inclina sobre el suyo. Siente la humedad en los labios y pelea por conseguir más, por un beso, por más contacto. La humedad se desliza, asciende por su mejilla y va a parar a su oreja. Su amante tiene la voz grave, murmura su nombre en el punto medio entre un murmullo y un ronroneo.

Maldita sea. Eso tiene que ser ilegal.

Clava sus uñas en sus palmas cuando una de las manos ajenas abandona sus hombros para cerrarse sobre su miembro, sujetándolo, frenando su orgasmo. Maldijo. Tan cerca, tan…Tan, tan malditamente cerca… Tanto calor. No puede respirar. Tan cerca…

[Por favor.]

Keith suplica, su cuerpo tiembla. Una embestida más fuerte, los ojos que le picaban de sudor se llenan de lágrimas. [Por favor, por favor…]

Su novio lo suelta y Keith llega.

Su garganta se deshace en un grito lastimero, mitad gemido mitad sollozo. Tiembla de los pies a la cabeza, apretando los puños, completamente deshecho.

Vagamente, como si estuviese muy lejos. Keith siente los dedos de su amante acariciándolo con suavidad: sus piernas, su pecho, su pelvis… Keith tiene apenas el entendimiento suficiente para notar que el miembro abandona su entrada y que los dedos hacen el camino sin prisa hasta su cara, hasta desatar la venda de su rostro.

Los ojos que no son ni verdes ni azules lo miran fijamente: el rostro no se mueve ni se curva, pero los ojos están llenos de pura devoción.

Keith se ríe por lo bajo, con una risotada más bien nerviosa porque eso… Eso lo apena un poco, siempre. Porque ha querido personas antes, con diferentes grados de éxito y de reciprocidad, pero simplemente no puede habituarse a eso: ¿está bien que otra persona lo ame así? ¿Es siquiera saludable o normal?

No sabe. Mayormente no le importa. Se limita a reírse como un niño cuando esos ojos lo miran y a intentar regresarle al menos una parte de esa intensidad.

Los ojos parpadean, cambiando de tono sólo un poco. Cairbre va a besarlo. Keith lo sabe un momento antes de que se aproxime, aunque no es que sea difícil de saber: él ni siquiera intenta ocultar sus intenciones.

Devuelve el beso: ligero, suave. Está lleno de cariño y de afecto, y de ternura… Un roce con mucho labio y poca lengua, lleno de colores brillantes y de promesas.

Los primeros tres segundos.

El beso se vuelve intenso, demandante. El cuerpo ajeno se pega al suyo, llenando el ambiente de extraños ruidos de succión. La boca ajena se separa de la suya para descender por su quijada y por su vientre, cubriéndolo de besos húmedos. Calientes.

Keith se las arregla para no gemir hasta que alcanzan la línea de la pelvis.

Un pequeño sonido sale de su garganta. La boca ajena se entretiene respirando entre el vello, enredando los vellos con sus labios, fundiendo juntos saliva, semen y sudor. Y calor. Demasiado calor. Por todas partes.

—Cairbre.

Lo llama, entrecortado. Su novio no le hace el menor caso: desciende un poco más, hasta que los labios rozan la base del miembro y los dientes pellizcan la piel suelta de sus bolas. Keith se queja, casi grita; la punta de la lengua se asoma visible (casi teatralmente) de entre los labios para trazar el camino desde la punta hasta la base, y de vuelta. El cuerpo de la lengua rozándolo entero

Keith se queja más, luchando de nuevo con los grilletes.

Cairbre.

Su amante levanta la vista para mirarlo (mirarlo fijo, muy fijo a los ojos) mientras cierra los labios sobre la punta de su miembro. Keith supone que así se debe sentir un ratón atrapado por los ojos de una serpiente: Cairbre no aparta su mirada de la suya mientras engulle centímetro a centímetro de su miembro… Lento y contento, como si lo disfrutase, su mirada inalterable fija en sus ojos hasta que Keith pudo sentir cómo le tocaba la garganta.

El sonrojo de Keith es simplemente anormal. Si no estuviese en una habitación cerrada temería que lo viesen del espacio. Siente la boca seca, el cuerpo tan tenso y tan inmóvil… Cada centímetro cúbico de sangre de todo su cuerpo en su miembro erecto y caliente.

Su boca está húmeda. Húmeda y caliente y lo succiona. Keith lo siente. Lo siente y oye el sonido obsceno de succión que produce el movimiento, la saliva derramándose por los bordes de su boca sobre su piel. Keith lo ve también, aunque con vista nublada: los ojos de Cairbre siguen fijos en los suyos y Keith tiene la extraña sensación de que su pareja se toca. Su pareja se toca a menos de un metro de distancia de él.

Y Keith no puede tocarlo.

No puede respirar. No puede pensar. Sólo abandona un susurro necesitado tras otro. Cairbre. Y súplicas. Por favor, por favor… Déjame…

Entonces él se detiene.

Abruptamente, todo contacto se para y el único sonido en la habitación es su agitada respiración.

También está su corazón enloquecido, pero Keith duda seriamente que alguien además de él pueda oírlo.

La garganta le duele. Keith no sabe si es un efecto residual de apretar los dientes sisear y gemir o si, en algún momento, ha empezado a gritar.

Su erección punza y duele: necesitada, incompleta. Su novio no le quita la vista de encima (sus ojos demasiado tranquilos) mientras se la saca de la boca, incluso rozándole un poco con la lengua en la punta.

Tan cerca, tan, tan cerca…

Por un momento, se miran. Hay una emoción difícil de determinar en el rostro de Cairbre, oculta en la quijada apretada, pero sus ojos definitivamente están llenos de deseo… Por las comisuras de la boca ajena se escurre saliva mezclada con preseminal: Keith siente tantos deseos de besarlo que habría mordido las cadenas si la posición lo hubiese dejado.

Entonces Cairbre se mueve, y, justo cuando Keith cree que ha visto del todo el curso de sus acciones, separa las piernas, situando su cuerpo encima de su pelvis. Keith lo ve tomar con dos dedos la base de su pene, lo ve alinearlo con su entrada.

Lo ve dejarse caer.

Mierda. Mierda. Mierda. Mierda.

Tan. Apretado. Caliente. Una mirada de deseo salvaje ensombreciendo los ojos ajenos que cambian de color, que se vuelven amarillos un momento antes de volverse tan verdes como los de Keith.

Keith gime, sisea, aprieta los puños con tanta fuerza que sus palmas han de sangrar. Su novio se inclina sobre él, una especie de sonrisa sardónica mientras une sus labios con los suyos.

Justo antes de moverse.

Dios…

Con cariño.

—/////—/////—

Cuando Keith despierta, lo primero que percibe es a Cairbre.

Vale, tal vez no exactamente lo primero: Keith siente su cuerpo con demasiada claridad. Siente cansancio en casi todos sus músculos y un extraño dolor en algunos… Lugares. Por supuesto, su entrada pica un poco, y sus muñecas definitivamente arden, algo laceradas por los grilletes.

Sin embargo, todo eso parece irrelevante, poco importante, en cuanto repara en la masa cálida junto a él, abrazándole: su cuerpo se siente caliente y firme contra el suyo, distendido y pesado con sus brazos rodeándolo y atrayéndolo.

Keith se sienta en la cama, un poco (sólo un poco) mareado (posiblemente por deshidratación). Los brazos aprietan con un poco más de fuerza, tratando de hacerlo acostarse de nueva cuenta. Su novio murmura algo (en alemán, Keith cree) antes de volver a dormirse. Su rostro está completamente inexpresivo, muchísimo más relajado en el sueño; el mechón que normalmente oculta la mitad de su rostro está echado hacia atrás, mezclándose con el resto de su pelo, dejándole el raro placer de ver su rostro al completo.

Tan perfecto.

Piel suave y clara, las pestañas largas (más claras que su pelo, casi doradas) haciéndole sombra sobre los pómulos, fundiéndose con la sombra oscura de sus ojeras. Los pómulos altos, salpicados de pequeñas pecas; la mandíbula fuerte, huella imborrable de esa estructura ósea que se pierde tras la clavícula.

Sus ojos se posan en las ojeras ajenas, en los arañazos de su espalda: Keith siente el cuerpo pesado y levemente adolorido, pero se siente honestamente culpable por su novio. Es decir, sólo cargarlo desde la sala (a un tipo de más de un metro noventa) no tiene que haber sido cosa fácil, menos que menos sostener su peso durante cada posición y mantenerlo en su lugar una vez que había prescindido de las esposas. Por la mañana, los músculos le dolerán. Keith sabe que Cairbre no va a quejarse (casi nunca se queja de nada) pero también sabe que habría podido colaborar un poco más.

Suspira, acariciándole la mejilla con suavidad.

Recordar su conversación todavía lo hace sentirse… Incómodo. No solamente avergonzado, no molesto, sólo… Incómodo. Uneasy, para ser exacto, pero no sabe (no recuerda en ese preciso momento) la palabra para eso en japonés.

Había usado sexo para distraerlo. Aun cuando le molestase, Keith sabía que tenía que reverenciar, al menos un poco, su habilidad: para cuando había terminado hacía demasiado tiempo que Keith ni siquiera sabía cómo se llamaba, mucho menos se acordaba del asunto de Gustav. Lo único que quería después de que deseaba después de tantas horas de sexo era abrazarlo y dormirse.

Entonces él había dicho que tenían que hablar, su mirada implacable.

A Keith le había tomado un momento entender a qué se refería: demasiado tiempo para que las imágenes se filtrasen (de nuevo) en su cabeza. Había vuelto a estar a la defensiva, pero sus músculos no respondían y Cairbre no iba a dejarlo ir a ninguna parte: iban a sentarse y hablar sobre Gustav, desnudos, sudados después de interminables horas de sexo.

Como siempre, Cairbre no encontraba el problema en eso.

(No debería haberlo sorprendido, pero, en ese momento, lo había hecho. Él ni siquiera parecía entender por qué el que hubiese usado su cuerpo en su contra lo hacía sentirse sucio. Ante el reclamo se había limitado a enarcar una ceja en su dirección.

¿Qué más podría haber hecho para detenerte? —Su voz seria y firme, como si hablase con un niño con una rabieta.)

Había sido una de las conversaciones más difíciles de su vida: aún horas después, todavía dolía recordarla. Lo que más le dolía, honestamente, era que Gustav se lo había pedido.

Cairbre habría preferido no meterse: no debes meterte en los asuntos de otras personas hasta que haya sangre, y a veces debes quedarte fuera incluso después. Su novio nunca se había metido en la manera en que él trataba con sus hermanos o amigos: se limitaba a enarcar una ceja a veces, al verlo levantar a Keenan como un muñeco o discutir con Damián.

Pero se lo había pedido Gustav. Keith habría entendido que Kuroi se lo pidiese: había estado a punto de tener una bala en la frente. También habría entendido que Cairbre quisiese abogar por Danilo que era, después de todo, su amigo. Sin embargo, había sido Gustav. Gustav. Su hermano. Gustav le había suplicado con los ojos llenos de lágrimas. Le había pedido que intercediese, que protegiese a los que amaba de él. Cairbre simplemente había cedido.

Keith no podía culparlo. Ni siquiera por usar el sexo en su contra… Es decir, la otra opción habría sido apuñalarle la rodilla: no podía razonar con él y no podía hacerlo escuchar. Porque él veía a Gustav como un niño que ya no era.

Gustav quería tener sexo. No se trataba sólo de que lo tuviese, sino de que quería hacerlo. Había ido con Cairbre también para eso: para resolver sus dudas y hacer sus preguntas y aclarar inquietudes, para pedirle consejo… No era culpa de nadie: era él, creciendo. Creciendo a sus espaldas porque estaba seguro de que él no se lo tomaría bien.

¿Cómo era que su hermanito tenía esa imagen de él? ¿De él? ¿De quién había dedicado cada segundo de su vida adulta a intentar protegerlo, a intentar que no le ocurriese nada malo?

—¿Te parece que el sexo es algo malo? —una ceja color arena enarcada, mirándolo de frente— ¿piensas que esto fue malo?

Keith suspira de nueva cuenta. Había apretado los dientes como nunca y había sido más mordaz de lo que pensó que sería con Cairbre jamás… No significaba que no pensase que tal vez tenía razón. Ni significa que ahora no piense que tal vez él tiene toda la razón.

Porque Gustav ya no es un niño: ha crecido y quiere cosas… Cosas como las que él o Steven (o incluso Keenan, desde hace unos meses) podían querer en una relación; cosas que van más allá de besos o abrazas. Es simplemente biológico, hormonal: parte de envejecer.

(Keith reza porque no sea lo mismo que él, porque si cualquier persona ata y sodomiza a su hermanito no responde. Su epifanía no llega tan lejos)

La idea lo llena de un sentimiento que va del asco a la pena. Sin embargo, es la verdad, y no puede hacer nada para cambiarla.

Cairbre decía que tenía que confiar en que Gustav sabía lo que quería. No se trataba de más que eso: confiar en él, creer en él, dejarlo crecer. Y lo decía mirándolo a la cara, los ojos ni verdes ni azules fijos en los suyos mientras le tomaba las manos, porque, de alguna forma, también lo entiende a él: entiende su angustia y quiere ayudarlo con ella.

Keith pasa una mano cuidadosamente por su mejilla, intentando no despertarlo, justo antes de que se le salga una pequeña risa corta, algo amarga: ha utilizado toda su bendita astucia en su contra, pero el mayor de los Correll sabe que no es personal. Cairbre siempre hace lo que cree correcto aunque el mundo entero esté en contra, siempre consigue lo que quiere sin importar el medio.

Y eso… Es una de las cosas que ama de él.

Casi desea que abra y lo mire, sólo para decírselo. Porque el estómago se le ha llenado de cosquillas y siente un calor en el pecho y el sentimiento es tan fuerte que tal vez enferme si no se lo dice.

Suspira con desgana, porque necesita mantener en mente ese sentimiento. Le guste o no, Gustav siente eso por Danilo y Kuroi. Si perdiese a cualquiera de ellos sería un daño incalculable.

Se preguntó, en un pensamiento lejano, qué haría si alguien le disparaba a Cairbre, qué haría si moría. Se lo preguntó por exactamente dos segundos antes de que un dolor punzante, venido de todo su cuerpo hacia su pecho, lo atravesase. Antes de que una desesperación helada como el infierno le cortase la respiración.

Él no le causaría ese dolor a Gustav.

Es de madrugada. Por la mañana tendrá que llamar a Gustav, decirle que necesita hablar con él… Aclararle que no lastimará a nadie y disculparse, también. Suspira, porque esa tampoco va a ser una conversación fácil, porque tal vez Gustav llore.

Sopla una bocanada de aire antes de acomodarse para dormir de nueva cuenta. Por la mañana. Volverá a pensar en eso por la mañana.

Entre sueños, su novio se remueve, apretándose contra él y abrazándolo con fuerza.

Eso hace que Keith se duerma con una sonrisa.

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Cuando Gustav abrazó a Cairbre, sus ojos estaban llenos de lágrimas.

Había creído, francamente, que aquello sería imposible: había pensado que su hermano no lo aceptaría, había imaginado que tendría que huir con Danilo y Kuroi a algún sitio en mitad de África o en el fondo del mar o bajo tierra. Cualquier lugar donde Keith no pudiese encontrarlos.

Sin embargo, su hermano lo había aceptado, su hermano incluso había sentido que tenía que disculparse con él… Gustav prometía decirle si le hacían daño y Keith prometía no hacerles daño hasta entonces.

Sabía que era gracias a Cairbre. Siempre tenía ese efecto sobre Keith.

Gustav sintió que acariciaba su cabello y se apartó de él, secándose las lágrimas con los dedos. Cairbre le palmeó la cabeza un par de veces, su rostro inexpresivo tan relajado que de seguro estaba feliz.

—Muchas gracias.

Cairbre asintió con suavidad. Gustav notó que miraba a su hermano por un momento antes de sonreír (¡verdaderamente sonreír!) para contestar.

—Fue un placer.

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